Por: Fernando Silva


En el seno de todo núcleo familiar hay por lo menos un integrante que se desfasa por su manera de pensar y actuar respecto al resto de los integrantes que mantienen y cultivan hábitos que se establecen en virtud de precedentes en el hogar, la comunidad, la sociedad, la cultura y que además pueden abarcar la falta de noción, de respeto y hasta de afecto. En consecuencia, un reducido porcentaje de la humanidad vamos por la vida exhortando la mejora en las condiciones de todo ser viviente y, a pesar de ello, la dinámica social y política en la que permanentemente incide una liliputiense fracción deliberante de mortales en torno a la economía que, con desfachatada insolencia, enreda y dirige a los países hacia una homogeneización en donde la diversidad de opiniones o pareceres, que no comulga con sus intereses, recibe un contundente dictamen y/o límite —por lo general desfavorable— a razón de que el desdeñable grupo no tiene los conocimientos requeridos, o por el pesar de algo que no poseen, así como por el solo hecho de dar por malo a todo aquello que sea contrario a sus determinados y retorcidos fines.
Aquí cabe el término «El efecto oveja negra» acuñado por el psicólogo social Henri Tajfel, y que en el imaginario colectivo suelen suponerlo como cosa negativa o que tiene cualquier rasgo contrario a lo que se considera «aceptable» socialmente. Por lo tanto, ser la oveja negra de la familia no es fácil, ya que al asumir otra forma de pensar y ser —irrumpiendo el «equilibrio» familiar— puede llegar a convertirle en una especie de «chivo expiatorio» sobre el que el resto de sus familiares proyectan sus faltas y culpas. En consecuencia, al ser parte de grupos sociales: familia, amigos, entornos académicos y laborales, se producen una serie de normas a las que buena mayoría de personas ajusta sus conductas en el supuesto de tener que emitir los mismos juicios, derechos, valores y principios. De hecho, el convenir con otros —ser conformes a esas reglas— suelen tomarlo como un indicativo de cohesión.
De ahí que buena parte de las discrepancias humanas sean interpuestas y aprovechadas por malintencionados grupos elitistas que a partir del tono de la piel, los credos, las convicciones, la diversidad sexual, la ideología, dogmas, nacionalidad, estatus social, formación académica… las arguyen como «justificación válida» para embestir con violencia sobre aquel ser humano que sea distinto y con digna autosuficiencia. De esta manera, es asombroso observar cuántos puntos de vista compartimos —para bien o para mal— estando tan alejados física e ideológicamente. Por lo tanto, las opciones de libertad individual y de derechos humanos quedan determinadas por la coyuntura en las que cada quien vive y/o por los sistemas político-sociales que obligan a hacer y sentir de acuerdo a dos proposiciones, de las cuales una afirma lo que la otra niega, y no pueden ser a un mismo tiempo verdaderas o falsas, así como por inmisericordes modelos hegemónicos y antagónicos en los que insisten en implementar a cualquier costo, quienes elaboran el «Nuevo Orden Mundial» y que bajo el embuste de generar innovadoras realidades del ordenamiento social, financiero y gubernamental, subvencionan únicamente sus aciagos negocios y prioridades. Entonces, en la medida en que se intente la estabilización de las diferencias —de todo tipo— sin la disolución de las contrariedades, se puede generar una articulación compleja e incompleta de cualquiera de las acciones encaminadas a la consecución de objetivos en bien común.
Ante tales circunstancias es más que recomendable refugiarse en las artes mayores por salud física y mental. De tal abundancia, tenemos en la literatura lecturas que nos ofertan un sinnúmero de conductas en las que predominan las no violentas, y que cada una da lugar a la reflexión, a la libertad de pensamiento y al desarrollo de prácticas sociales y personales que promueven el reconocimiento y el respeto como una forma de influir en los demás y de compartir la toma de decisiones, la solución colaborativa de conflictos y la reconciliación en pro de la paz y el sano apego a todo ser viviente. En esa dirección y para ponernos en contexto, distingamos el maravilloso ejemplo de Mary Shelley, que en 1816, en un frío verano en Suiza provocado por la erupción del volcán Tambora en Sumbawa, el poeta Lord Byron le propuso al poeta Percy B. Shelley y a su entonces amante Mary Godwin, a su médico y secretario personal John Polidori y a Claire Clairmont —la hermanastra de Mary— un reto literario del que salió una de las más emocionantes novelas de la literatura «Frankenstein» que es reconocida como la primera obra literaria narrativa de ciencia ficción, y en donde el personaje central (Doctor Víctor Frankenstein) se obsesiona con la idea de dar vida a una criatura de aspecto humanoide mediante técnicas artificiales.
Obviamente, no será posible reproducir el espléndido libro, pero continuando con el término «Oveja negra» Mary Shelley fue hija de dos intelectuales rebeldes y atrevidos. Su madre, Mary Wollstonecraft —que moriría once días después del nacimiento de Mary— había publicado cinco años antes «Vindicación de los derechos de la mujer» un ensayo fundacional del feminismo en el que exigía a los hombres y a sus contemporáneas que tratasen a toda mujer «Como a criaturas racionales en lugar de halagar sus gracias fascinadoras y dejar de considerarlas como si se hallaran en un perpetuo estado infantil, incapaces de obrar por sí mismas». Y su padre William Godwin, fue un político anarquista y ateo que en 1803 volvió a casarse con Mary Jean Vial Clairmont, quien fuera —ni más ni menos— la traductora al inglés de los cuentos de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm.
Asimismo y como nada es casual, en 1826 Mary Shelley escribió The last man (El último hombre) que en este tiempo de pandemia nos permite retomar la novela, y releer su relato en el que describe la vida de un hombre al final del siglo XXI, detallando la completa destrucción de la humanidad a causa de una plaga. La inspiración surgió de dos poemas, uno de Thomas Campbell titulado precisamente «El último hombre» y «Darkness» de Lord Byron. De esta manera creó su historia describiendo un entorno literario oscuro y profundo en el que se deslizó por cauces de una insólita analogía sobre lo que el futuro puede depararnos.
¿Qué tal? Si todo es causal, entonces emprendamos con mayor intensidad el respeto no sólo a nuestro prójimo, sino a todo ecosistema, haciendo conciencia y evitando la negativa influencia de grupos mezquinos con exceso de clasismo y de acciones algo más que descompuestas.