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Los agentes de cambio requieren de mejores investigaciones para pensar y actuar



En la evolución de la humanidad, el crecimiento de la población con su inmoderada urbanización y su respectivo aumento en el grado de consumo de recursos naturales, ha generado una brutal desertificación y, en esa dimensión, el cambio ambiental que afecta al planeta se sucede a una celeridad mayor de lo que se pensaba, apremiando a gobiernos y sociedades para hacer conciencia y restablecer el respeto a los ecosistemas.


Durante la segunda revolución industrial (entre 1870 y 1914) la «nueva economía» demandaba acero, zinc, aluminio, níquel, cobre, manganeso y cromo, para satisfacer estos mercados se constituyeron empresas: a modo de ejemplo, tres de las cuatro más grandes del sector de la minería hoy en día, se establecieron en esa época.


Actualmente, es recurrente observar que en la profundización de los análisis que ponen el foco de atención en la situación de los distintos países, incluyen conceptos como el Producto Interno Bruto (PIB), industrialización, inflación, corrupción, economía, crisis, régimen, gobierno… y poco o nada en torno a la ecología. En general, se suelen comparar los datos de un año con los anteriores, pero ¿qué es lo que realmente produce el progreso social de naciones como Dinamarca, Noruega y Finlandia? Principalmente su cultura, educación, respeto a su entorno urbano y natural, eficiencia, gobernabilidad, así como la consideración a la biodiversidad por parte de las empresas que las componen. ¡Sencillo! el tema no es establecer instituciones que escruten hasta el agotamiento para sosegar «los males». Es hacer todo acatando en pro del bien común.


En la mentada «modernidad» los recursos naturales se trasmutaron en objetos de dominio e insubordinada explotación, al tiempo que fueron externalizados a favor de unas cuantas empresas, desconociendo así el orden y la organización ecosistémica, tanto que se generó un desbocado abanico de inferencias para justificar sus contaminantes «procesos productivos». Paradójicamente, la naturaleza fue desnaturalizada al erigir una irracionalidad contra natura, basada en «leyes» inexpugnables, ineluctables e inconmovibles.


En diciembre de 2019, al exiguo interés de los gobiernos por el medio ambiente se les sumó la pandemia de la Covid-19, que en llamativa secuela, nos concedió un par de sorprendentes fenómenos; el primero, la fauna silvestre explorando suburbios y metrópolis y, el segundo, un singular regocijo y circunspectas expresiones de la gente que tuvo la oportunidad de avistar tan especiales acontecimientos. Siete meses después, a salir la gente (de a pocos o de a muchos) decreció la presencia de animales no domesticados, así como las variadas y entusiastas aserciones en bienestar por los ecosistemas.


Aun así, todo está puesto para la construcción de un nuevo territorio del pensamiento crítico, y de la acción política-social en favor de la complejidad ambiental de nuestro tiempo y en la construcción de un futuro sustentable. Ubicar esta circunstancia implica desbrozar el terreno, dislocar las rocas conceptuales y movilizar el arado discursivo que conforman su suelo original, para construir las bases seminales que den identidad y soporte a la «nueva realidad». En la emergencia y en la trascendencia la configuración de políticas ecológicas abre más de una pregunta sobre la mutación reciente de la condición existencial del hombre.


En ese amparo, las directrices que rigen la actuación en las sociedades, numerosos creadores hemos alzado la voz con disposición y conocimientos —tanto de arte como de ecología— para establecer prácticas formativas, principios, virtudes y/o cualidades artísticas en bien de la sana convivencia y en atención a la vida en la Tierra, teniendo (entre otros objetivos) realizar estudios sobre la importancia que tiene la ecología en las expresiones que se inscriben en un entorno social de profundo cambio, además, integrarnos en una cultura del cuidado medioambiental a la hora de realizar las obras.

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